“Estamos en manos de hombres a quienes el poder y la riqueza han apartado no solo de la realidad cotidiana sino también de la imaginación. Tenemos razón en tener miedo”. La cita pertenece a una declaración que el 17 de noviembre de 1980 fue leída cuando más de 2 mil mujeres rodearon el emblemático edificio del Pentágono norteamericano. El acto feminista antinuclear era una respuesta al accidente de Three Mile Island, ocurrido en 1979 (fusión del núcleo de un reactor y emisión de gases radiactivos). Hoy, las noticias de la invasión rusa a Ucrania reviven el miedo atómico: el gobierno de Vladimir Putin amenazó con el uso de armas nucleares si Finlandia y Suecia se adherían a la OTAN. Esta incertidumbre ya se había instalado con la caída por “error” de un misil en la central nuclear más grande de Ucrania, como con la ocupación de Chernobil, abandonada en menos de un mes por los invasores tras los efectos de la radiación. Gestos que evidencian el carácter irracional de la guerra, cuestionando su lógica: esto es tan inútil como bombardear un cementerio o arrojar paracaidistas tras las líneas enemigas pero sin paracaídas.
El sábado pasado tratamos cómo el feminismo europeo denunció el carácter vampírico de Pablo Picasso en sus relaciones con las mujeres. Llamado de atención que, realidad mediante, nos lleva a una serie de textos académicos feministas publicados hace una semana por Université Sorbonne Paris Nord, laboratoire Pléiade. Lleva por título Ecofeminismos: narrativas, prácticas militantes, saberes situados. Bajo la dirección e introducción de Magali Nachtergael y Claire Paulian, la publicación aborda distintos marcos culturales donde abreva el ecofeminismo contemporáneo, reflexionando sobre la interna de su práctica política histórica en Francia, destacando a Françoise d’Eaubonne, quien introduce el término abriendo un campo de investigación para “mostrar la correlación que había entre, por un lado, la imaginación que permitía la explotación mortal de la naturaleza y, por otro lado, la imaginación que permite la explotación de la mujer”. Con su libro El feminismo o la muerte (1974), D’Eaubonne enfrentó a René Dumont, entonces candidato ecologista a las elecciones presidenciales. Postulaba que no había ecología transformadora del mundo sin feminismo.
En el artículo “Mientras haya bosques. Escritura, parentesco y resistencia ecofeminista”, Anne Isabelle François propone la lectura de El muro (Die Wand, 1963), de Marlen Haushofer; En el corazón del bosque (Into the Forest, 1996), de Jean Hegland, y Nuestra vida en los bosques (Notre Vie dans les Forêts, 2017), de Marie Darrieussecq; novelas que exploran la supervivencia luego de un colapso del mundo conocido y donde personajes femeninos rescatan “el parentesco entre especies, el estatus de la muerte individual y el tejido sensible y responsable del conocimiento que estos parentescos establecen”. Los tres libros plantean: ¿qué sucede cuando una mujer se encuentra sola en un bosque?
Pero una aterradora sorpresa se encuentra en “We call ourselves lords of the creation” : hubris masculin et apocalypse féminine dans The Last Man de Mary Shelley (“Nos llamamos señores de la creación”: arrogancia masculina y apocalipsis femenino en El último hombre de Mary Shelley), ensayo de Garance Abdat que recopila la relectura crítica feminista sobre la novela preferida de Shelley (1797-1851, célebre autora de Frankenstein), en la que destaca su predicción de una pandemia generalizada que “se enmarca en un contexto de industrialización y colonización intensiva. La novela comienza en 2073, en un futuro tecnológicamente avanzado en el que Inglaterra se enfrenta al Imperio Otomano para expandir su influencia en Oriente. El auge económico del mundo occidental se basa en el comercio, la explotación colonial y la esclavitud. La crítica de Shelley se refiere a un sistema de explotación de la naturaleza codificado como un principio femenino para utilizar sus recursos, y que se basa en una mentalidad maestra asociada a la razón, que otorga al hombre todo el poder y propiedad sobre el mundo natural”. El narrador, el último hombre, expone con tal crudeza la decadencia y la devastación, que en 1826 produjo el rechazo de sus contemporáneos, recién en 1965 se volvió a publicar en inglés. Es evidente que el texto se refiere a nuestra realidad con peste y guerra, siendo visionario, y confirma que Shelley poseía una sensibilidad precursora del ecofeminismo.
Desde esta perspectiva se debería estudiar la obra de Angélica Gorodischer, así como la de otras escritoras argentinas, porque resulta indispensable saber qué futuro imaginan, si es que lo hay.