Marcela Aristizábal encontró en las frutas la medicina para recuperar su cabello luego de ser víctima de un ataque de violencia. Esta solución se convirtió en su empresa ‘Fruto Salvaje’, que ya factura US$3,5 millones al año.
La tragedia convirtió a Marcela Aristizábal en emprendedora, y el emprendimiento la convirtió en una mujer exitosa. Su empresa, ‘Fruto Salvaje’, le cambió la vida a ella y ahora a cientos de mujeres que han encontrado en sus productos capilares la solución para duros casos de alopecia, tratamientos de quimioterapia y cabellos maltratados por los productos químicos.
Hace 13 años creó la marca luego de vivir un atentado, en el que, por orden de su expareja, le pusieron un sombrero con pegante corrosivo en la cabeza. El hecho le dejó quemaduras en el cuero cabelludo y rostro. “Salí corriendo a una estación de policía a pedir ayuda. Un patrullero me dijo que podía usar gasolina para quitarme el sombrero y así no tener que raparme la cabeza, así que eso hice”, cuenta. La gasolina funcionó pero le dejó un olor que no pudo quitarse por dos años y le cambió el color del cabello a un rojizo quemado, producto del daño que el líquido hizo en su fibra capilar.
Vivía en Caicedonia, Valle del Cauca, su pueblo natal. Ahí había conocido al papá de su primer hijo, asesinado en medio de la violencia por narcotráfico de la zona. Llevaba una vida rodeada de drogas y se había convertido en adicta al éxtasis y al alcohol, y el ataque con el sombrero no era el primero al que se enfrentaba. Por eso, con solo 22 años, decidió abandonar su pueblo y esconderse en Pereira y Manizales, buscando empezar de nuevo.
“Me sacaron en el baúl de un taxi y por cuatro meses no pude hablar con mi hijo ni saber nada de él. Finalmente me mudé a Medellín y me propuse empezar de cero, estudiar y dejar atrás la vida que estaba llevando hasta ese momento, que me había traído tanto dolor y sufrimiento”, recuerda en conversación con Forbes.
A Medellín llegó con el propósito de estudiar. Se inscribió en la carrera de Derecho y al tiempo estudiaba empíricamente la hebra capilar, mientras buscaba soluciones para recuperar su cabello quemado. Probó todo tipo de productos, hasta que empezó a experimentar con tratamientos caseros a base de frutas, sábila y leche de cabra. Esos ingredientes le dieron la respuesta y logró reparar el daño.
“Mis amigas de la universidad se dieron cuenta de esa recuperación y empezaron a pedirme que les vendiera frascos con mi receta. Mis primeros productos los vendí a 9.000 pesos”, dice. Pero sus costos no tenían en cuenta los gastos de producción, así que el negocio le duró un día. Fue su ahora esposo y socio, Jonathan Calle, quien le enseñó de negocios y le mostró el poder de las redes sociales. La animó a contar su historia a través de estas plataformas y a mostrar el proceso de recuperación de su cabello.
Así, con un capital de $120.000 fabricaron su primer lote de 30 frascos que vendieron a sus compañeros. Tres días después tenían pedidos por 1.000 unidades y a la semana siguiente ya había tomado la decisión de pausar sus clases en la universidad para poder dedicarse de lleno al negocio. Sus suegros la ayudaban a pelar la fruta que usaba para una marca que aún no tenía nombre, contrató un mensajero y a una amiga suya y el siguiente paso fue bautizar su producto: la elección fue ‘Fruto salvaje’.
DE LA TRAGEDIA AL ÉXITO
Más de una década después, hoy Fruto Salvaje emplea a 84 personas en su planta de producción ubicada en el corregimiento de Santa Elena, al oriente de Medellín. En el último año su facturación alcanzó los 3,5 millones de dólares y sus productos se venden en Colombia, Canadá, Estados Unidos y Australia.
En Colombia sus productos se distribuyen en nueve tiendas propias llamadas ‘Miel de colibrí’, a través de distribuidores autorizados y en su página web. Además, la marca creó su modelo de venta directa, ‘Cosechadoras de flores’, que en lugar de funcionar con catálogos físicos tiene como base las redes sociales. Cada cosechadora hace una inversión inicial de 1 millón de pesos para tener sus productos y ellos les ayudan con el montaje de su cuenta de Instagram. Ya cuentan con 800 cosechadoras dentro y fuera del país.
Actualmente su catálogo incluye 11 tipos diferentes de champú, tónicos, mascarillas para el cabello, una línea de nutrición con colágeno en polvo y tés adelgazantes, entre otros. En las tiendas inicialmente solo vendían sus marcas, pero ahora comparten espacios con otras mujeres empresarias que venden artículos complementarios como maquillaje o copas menstruales.
Aunque tiene una empresa exitosa, Marcela dice que su mayor éxito ha sido crear una familia y una red de trabajo que crea mejores condiciones de vida para las mujeres del entorno rural. “Trasladamos nuestro laboratorio de producción a Santa Elena y nos convertimos en una fuente de trabajo formal para mujeres rurales que nunca habían tenido este tipo de oportunidades. Desde entonces, crear valor compartido se ha convertido en parte de nuestro propósito de marca”, detalla.
En el marco de ese propósito, por ejemplo, eliminó los requisitos profesionales para la mayoría de los cargos dentro de su organización. Del lado social, se ha vinculado con fundaciones de la región que apoyan a comunidades vulnerables como las trabajadoras sexuales, a quienes dicta clases para desarrollar productos de belleza como jabones y cremas.
Dentro de sus objetivos para este año están consolidar la creación de una pizzería artesanal en Santa Elena, así como la apertura de su segundo restaurante en esa región, en donde emplea a más mujeres cabeza de familia. Aunque ha construido una empresa exitosa y una red de trabajo sólida dice que su mayor éxito es, con su marca, cambiar la vida de más mujeres que, como ella, han visto de frente al dolor.